Por: Erich Fromm
Escribe Erich Fromm que ninguna idea, por potencialmente
enriquecedora que sea, puede influir profundamente en los hombres si
previamente no es experimentada en carne propia por aquél que la crea y la
propone. Ésta es la condición del profeta.
Por ello, Sócrates o Cristo han podido serlo y merecen ser así llamados.Pero a la muerte del profeta le subsigue el sacerdote. El sacerdote afirma difundir el mensaje del profeta, pero, en realidad, en muchos casos, asegura que la idea del profeta ha de tener una “formulación correcta” para ser comprendida por las gentes, pues éstas son por naturaleza incapaces de velar por sí mismas, dirigir su propia vida, comprender en profundidad aquel mensaje. La idea del profeta pierde entonces su vitalidad, se convierte en una mera fórmula.
El sacerdote, de este modo,administra la idea del profeta y ello le permite ejercer el poder. Invocando la herencia del profeta, intenta controlar a las gentes en pensamiento y acto, e incluso, nos dice Fromm, protege así sus intereses de clase. Así, allí donde el profeta ha predicado y vivido la idea de libertad, el sacerdote la administra, de acuerdo con su propia formulación, y afirma que el hombre no es aún capaz de ser libre.
El sacerdote, en este ejercicio del poder, decide quién es el creyente y quién el réprobo, quién ha de ser premiado y quién ha ser castigado. Por ello, el sacerdote puede perseguir, encarcelar, torturar y asesinar en nombre de la libertad que pregonaba el profeta. La historia es testigo de ello.
A estas dos categorías que nos presenta Fromm, permítanme agregar una tercera: la del maestro. El maestro difunde la idea del profeta sin adulteraciones. No cree que haya que reformularla, porque el mensaje está allí, en las palabras del profeta. No se propone administrarla en su propio beneficio. No desea ejercer el poder.
También el maestro vive, padece, la idea del profeta, pero su misión, su destino, es ofrecer a todos y a cada uno de nosotros la posibilidad de que la vivamos y padezcamos tal como lo ha hecho el profeta. El maestro sostiene que convertir la idea del profeta en una fórmula es pervertir su pensamiento. Por todo ello, aborrece, denuncia al sacerdote, se convierte en su enemigo más peligroso. Porque, si el mensaje del maestro llegase a calar hondo entre las gentes, quedaría en evidencia toda la inhumanidad y el egoísmo del sacerdote, todo ese andamiaje que el sacerdote ha construido para controlar a las gentes en pensamiento y acto.
Como consecuencia, el sacerdote, en ejercicio de un poder del que carece el maestro, puede declararlo réprobo y digno de castigo por traicionar la idea del profeta. Es más, puede delegar en sus fieles la tarea de castigar al maestro.
Nuestra época parece estar hecha a la medida de sacerdotes que no requieren de profetas. Estos nuevos sacerdotes no necesitan reformular ideas: les basta con entregarnos fórmulas que ellos mismos han concebido. Nos dicen: hemos despertado de un sueño, todo era una ilusión. Inocentemente, hemos creído en la utopía, en los valores del pensamiento crítico, del conocimiento y la expresión, de la alteridad, del compromiso social con los desposeídos.
El recurso a la razón es ilusorio, afirman, y la fraternidad,un trasto viejo. La historia es el relato de un idiota, carece de sentido.
Toda profecía supone un legado histórico que cumplir, nos dicen los maestros, pero los nuevos sacerdotes nos liberan de ese compromiso, de esa responsabilidad, porque ya no hay profecías. Las ideologías han muerto, afirman, en términos de la más siniestra ideología. Y a cambio de que aceptemos la desesperanza, a cambio de que aceptemos que ellos pensarán por nosotros, ¿qué nos ofrecen estos nuevos sacerdotes?
Nos ofrecen los fetiches de la superficialidad, de la frivolidad, de la estulticia, de la fama, de la irracionalidad y el fanatismo, del mercado, del egoísmo, de la salvación personal por el recurso a la corrupción y a los juegos de azar. Los maestros, como siempre lo han hecho, denuncian a los nuevos sacerdotes. Pero éstos, para castigar a los maestros, no recurren ya a la cárcel o el destierro: les basta con exigirnos que les destinemos la indiferencia. Si la modernidad era un discurso vacío, nos dicen los nuevos sacerdotes, el maestro predica acerca de caducas profecías, esto es, de espejos en los que ya no podemos reflejarnos.
El maestro es, por tanto, un vendedor de añejas ilusiones. Estos sacerdotes nos piden, nos exigen, que destinemos la indiferencia al mensaje de los maestros, que los dejemos predicar en el desierto, y es más: que seamos el desierto.
Por ello, Sócrates o Cristo han podido serlo y merecen ser así llamados.Pero a la muerte del profeta le subsigue el sacerdote. El sacerdote afirma difundir el mensaje del profeta, pero, en realidad, en muchos casos, asegura que la idea del profeta ha de tener una “formulación correcta” para ser comprendida por las gentes, pues éstas son por naturaleza incapaces de velar por sí mismas, dirigir su propia vida, comprender en profundidad aquel mensaje. La idea del profeta pierde entonces su vitalidad, se convierte en una mera fórmula.
El sacerdote, de este modo,administra la idea del profeta y ello le permite ejercer el poder. Invocando la herencia del profeta, intenta controlar a las gentes en pensamiento y acto, e incluso, nos dice Fromm, protege así sus intereses de clase. Así, allí donde el profeta ha predicado y vivido la idea de libertad, el sacerdote la administra, de acuerdo con su propia formulación, y afirma que el hombre no es aún capaz de ser libre.
El sacerdote, en este ejercicio del poder, decide quién es el creyente y quién el réprobo, quién ha de ser premiado y quién ha ser castigado. Por ello, el sacerdote puede perseguir, encarcelar, torturar y asesinar en nombre de la libertad que pregonaba el profeta. La historia es testigo de ello.
A estas dos categorías que nos presenta Fromm, permítanme agregar una tercera: la del maestro. El maestro difunde la idea del profeta sin adulteraciones. No cree que haya que reformularla, porque el mensaje está allí, en las palabras del profeta. No se propone administrarla en su propio beneficio. No desea ejercer el poder.
También el maestro vive, padece, la idea del profeta, pero su misión, su destino, es ofrecer a todos y a cada uno de nosotros la posibilidad de que la vivamos y padezcamos tal como lo ha hecho el profeta. El maestro sostiene que convertir la idea del profeta en una fórmula es pervertir su pensamiento. Por todo ello, aborrece, denuncia al sacerdote, se convierte en su enemigo más peligroso. Porque, si el mensaje del maestro llegase a calar hondo entre las gentes, quedaría en evidencia toda la inhumanidad y el egoísmo del sacerdote, todo ese andamiaje que el sacerdote ha construido para controlar a las gentes en pensamiento y acto.
Como consecuencia, el sacerdote, en ejercicio de un poder del que carece el maestro, puede declararlo réprobo y digno de castigo por traicionar la idea del profeta. Es más, puede delegar en sus fieles la tarea de castigar al maestro.
Nuestra época parece estar hecha a la medida de sacerdotes que no requieren de profetas. Estos nuevos sacerdotes no necesitan reformular ideas: les basta con entregarnos fórmulas que ellos mismos han concebido. Nos dicen: hemos despertado de un sueño, todo era una ilusión. Inocentemente, hemos creído en la utopía, en los valores del pensamiento crítico, del conocimiento y la expresión, de la alteridad, del compromiso social con los desposeídos.
El recurso a la razón es ilusorio, afirman, y la fraternidad,un trasto viejo. La historia es el relato de un idiota, carece de sentido.
Toda profecía supone un legado histórico que cumplir, nos dicen los maestros, pero los nuevos sacerdotes nos liberan de ese compromiso, de esa responsabilidad, porque ya no hay profecías. Las ideologías han muerto, afirman, en términos de la más siniestra ideología. Y a cambio de que aceptemos la desesperanza, a cambio de que aceptemos que ellos pensarán por nosotros, ¿qué nos ofrecen estos nuevos sacerdotes?
Nos ofrecen los fetiches de la superficialidad, de la frivolidad, de la estulticia, de la fama, de la irracionalidad y el fanatismo, del mercado, del egoísmo, de la salvación personal por el recurso a la corrupción y a los juegos de azar. Los maestros, como siempre lo han hecho, denuncian a los nuevos sacerdotes. Pero éstos, para castigar a los maestros, no recurren ya a la cárcel o el destierro: les basta con exigirnos que les destinemos la indiferencia. Si la modernidad era un discurso vacío, nos dicen los nuevos sacerdotes, el maestro predica acerca de caducas profecías, esto es, de espejos en los que ya no podemos reflejarnos.
El maestro es, por tanto, un vendedor de añejas ilusiones. Estos sacerdotes nos piden, nos exigen, que destinemos la indiferencia al mensaje de los maestros, que los dejemos predicar en el desierto, y es más: que seamos el desierto.
Erich Fromm creció en Fráncfort del Meno, en el seno de una
familia judía que seguía estrictamente los preceptos de la religión de esa
cultura: muchos de sus miembros fueron rabinos. El propio Erich Fromm también
quiso inicialmente seguir ese camino de vida. Sin embargo, estudió primeramente
derecho en Fráncfort, luego se trasladó a Heidelberg para estudiar sociología,
donde hizo su doctorado en 1922 bajo la asesoría de Alfred Weber, acerca de la
ley judía. Hasta 1925 asistía a clases de Talmud con Salman Baruch Rabinkow. En
1926 contrajo matrimonio con la psicoanalista Frieda Reichmann. A fines de la
década de 1920 Fromm comenzó su formación como psicoanalista en el Instituto
Psicoanalítico de Berlín con un discípulo de Freud que no era médico: el
jurista Hanns Sachs. En ese tiempo, él y su esposa abandonaron la vida
religiosa ortodoxa judía. Desde 1929, Fromm ejerció como psicoanalista
"lego" (los por aquel entonces llamados Laienpsychanalitiker, término
alemán para referirse a los no médicos) en Berlín. En esta época comenzó su
interés y estudio por las teorías de Marx. En 1930 fue invitado por Max
Horkheimer a dirigir el Departamento de Psicología del recientemente creado
Instituto para Investigaciones Sociales (Institut für Sozialforschung).1